Memoria Intrahistórica

No trata de la memoria histórica esta columna, sino de la intrahistórica, la que, siguiendo el pensamiento de Unamuno, versa sobre la impresión que tenemos respecto a  la gran historia

Jesús Pino Jiménez
Jesús Pino Jiménez

Sí, sí, han leído bien, no trata de la memoria histórica esta columna, sino de la intrahistórica, la que, siguiendo el pensamiento de Unamuno, versa sobre la impresión que tenemos respecto a  la gran historia los que no somos protagonistas de la misma o, dicho de otro modo, que me estoy liando, sobre lo que pensamos del día a día los que más que personajes somos simplemente personas de andar por casa. Viene todo esto a cuento, aunque la introducción, lo reconozco, me haya quedado un poquito farragosa, de las todavía frescas reflexiones de la indescriptible presidenta Díaz Ayuso en torno a las consideraciones del papa Francisco pidiendo disculpas por los errores que la Iglesia hubiera podido cometer en el pasado en México y en toda Sudamérica, añado yo. Más que criticar, ella se muestra sorprendida y a mí , parece un juego de palabras, lo que me sorprende es que se sorprenda, teniendo en cuenta que ese tipo de apreciaciones dentro de la Iglesia no son nuevas y que ya en el siglo XVI, cuando se estaban produciendo los acontecimientos que siguen en cuestión, algunos religiosos como Fray Bartolomé de las Casas, hoy absolutamente despreciado por el ideario conservador, pusieron en entredicho nuestras actuaciones en el Nuevo Mundo, hasta el punto de que el mismísimo emperador Carlos V tuvo serios problemas de conciencia al escuchar sus quejas. Claro que hicimos cosas buenas y muy buenas en nuestra aventura colonizadora, soy el primero en reconocerlo, pero no está de más tampoco, en mi modesta opinión, como ha hecho el jefe actual de la Iglesia Católica, reconocer los excesos que cometimos, aunque parezca a destiempo. Y no estoy hablando de buscar un punto medio, de equilibrio, en la disputa, sino de ser ambicioso e intentar llegar a la verdad, que incluye aspectos que nos gustan y otros que no tanto. Las declaraciones de la desacomplejada Isabel me trajeron al recuerdo una anécdota que me ocurrió en la tierna infancia, cuando contaba yo unos trece años. Eran los tiempos en que Franco, cerca ya de morir, decretó la pena de muerte para algunos miembros de ETA y otros grupos armados, condena que se ejecutó pese a la petición de clemencia de , entre otros, el papa Pablo VI, el cardenal “tontini”, según le llamó algún brillante articulista de la época. Pues bien, inocente como yo era, leí la noticia en los diarios del momento y, escandalizado ante los ataques que se proferían contra el que yo juzgaba máxima autoridad de nuestro mundo nacional-católico, allá que me fui, ni corto ni perezoso, a hacerle saber mi zozobra a mi queridísima maestra, a la que yo tenía por una especie de Juana de Arco de nuestra fe ( Aunque utilizo un tono un tanto sarcástico, la quería, la sigo queriendo y la querré). Jamás me olvidaré de su respuesta: “¡ Qué sabrá el papa de estas cosas! “. Me quedé helado y casi que diría, sin temor a exagerar, que en ese preciso instante dejé de ser niño y comprendí que los adultos se movían por diferentes intereses y que la ideología política, en este caso la del Caudillo, estaba por encima incluso de lo que yo estimaba insuperable. Más o menos es lo que siento ahora cuando veo a tantos supuestos catoliquísimos, defensores a ultranza de las viejas esencias, despotricando a las claras o en voz baja y deseo alto contra este padre que ojalá tuviera menos impedimentos y más valentía para ejecutar reformas que tantos siglos lleva reclamando su santa casa. Habemus papam, lo siento, es el que hay, y, por lo menos a mí, no me desagrada.