De libros y buena gente

Es una historia del libro, de ese pequeño objeto mágico que nos sigue proporcionando tantos placeres a través de los siglos.
De libros y buena gente
Jesús Pino Jiménez
Jesús Pino Jiménez

En esta ocasión, para variar, no voy a hablar de política, lo haré de libros y gente buena, que también la hay, lo digo sinceramente, entre los políticos, aunque el fango que últimamente rodea a esta actividad nos lleve a mirarla con ojos desconfiados y escépticos. Pues eso, hablemos primero de libros, que son esos amigos fieles que tanto nos consuelan y más en estas circunstancias tan raras que estamos viviendo. Me hago cargo de que recomendar una lectura tiene un punto de pedantería y de soberbia, porque parece que el que recomienda se autoerige en  descubridor de algo de lo que los demás no se han percatado, pero asumo ese riesgo y me atrevo a sugerirles que lean “El infinito en un junco”, una obra de Irene Vallejo, zaragozana columnista de El País Semanal, una delicia, si me lo permiten, que podrá compensarles de tantos sinsabores y horas de encierro. Seguro que ya han oído hablar de él. Ha obtenido el Premio Nacional de Ensayo y se ha convertido en un fenómeno editorial entre los que sentimos pasión por la literatura. Es una historia del libro, de ese pequeño objeto mágico que nos sigue proporcionando tantos placeres a través de los siglos, de ese invento genial y sencillo que sigue estando vigente, de cómo surgió y se ha ido renovando hasta nuestros días, a los que ha llegado en perfecto estado de salud. Y es un ensayo, no una novela, pero tan bien escrito, con tanta delicadeza, con tanta precisión, con tanta exhibición de conocimientos expuestos de forma tan clara y natural, que vas adentrándote en sus páginas con un gozo indescriptible. He de confesar que en mi caso se suma además la debilidad de que la autora es colega, filóloga clásica, y que los que nos dedicamos a estos menesteres del latín y el griego la hemos situado en el mejor de nuestros altares, sonriendo, al mismo tiempo, ante la paradoja que supone premiar a la brillante defensora de unas enseñanzas a las que nuestros gestores no prestan demasiada atención. No le tengan miedo, no es un libro para especialistas, es un libro para todos los que amamos los libros. Y vamos ya con el segundo tema, el de la buena gente, que hay mucha por ahí y mucha es también la que se nos está yendo sin la despedida adecuada en estos tiempos de enterrar con prisa a nuestros muertos. Podría hablar de muchos, pero me voy a referir a uno solo y sirva este homenaje particular para los otros, los que cada uno tiene en su corazón. Se nos ha ido hace muy poco el bueno de Eufrasio, el mítico cocinero del Parador de Oropesa. Eufrasio( que en griego quiere decir el bien hablado) fue un pionero de la gastronomía en un lugar y una época en la que todavía no habíamos oído hablar de Ferrán Adriá y en la que las artes culinarias no tenían ni de lejos el brillo que ahora tienen. Mi padre, con el que el finado competía en materia de prole, siempre hablaba de él con respeto y admiración y mencionaba un plato suyo, liebre con chocolate, que a nosotros nos sonaba a excentricidad absoluta. Un hombre amable y con sólidas convicciones sociales. Yo personalmente tuve la suerte de beneficiarme de su amistad y es una anécdota que no me resisto a contar. Ocurrió cuando el que escribe hacía la mili en la isla de San Fernando, la patria de Camarón. Eufrasio por entonces estaba en Cádiz y mi padre me exigió que fuera a saludarle. Así lo hice, acompañado por un simpático amigo de Córdoba. Llegamos al Parador a la hora de la comida, pregunté por él y, pese a estar en plena faena, salió a saludarme y me preguntó, antes que nada, si habíamos comido. Le dije que no, como así era, y lo que vino a continuación sólo lo pueden comprender los que hayan hecho el servicio militar y hayan probado los infames menús cuarteleros. Eufrasio nos invitó a sentarnos y nos obsequió con una comilona que a día de hoy no se me ha olvidado. Ni que decir tiene que no tuvimos que pagar nada, si acaso añadir que mi compañero cordobés se prestó a acompañarme ,cuantas veces hiciera falta, a saludar a aquel generoso amigo de mi padre. Se nos ha ido un buen hombre, en efecto, como tantos buenos hombres y mujeres, buena gente, que se nos están marchando con pena y con menos  gloria de la que merecieran. Descansen en paz.