El Tiempo Airado

Carpe diem, quam minimum credula postero. Horacio.

El Tiempo Airado
Carlos Santos Moreno
Carlos Santos Moreno

Stefko Ivanov era una persona normal, con sueños normales y con los problemas normales que tiene la gente normal en los tiempos de infortunio en los que vivimos. Como mucha gente en España, pasaba, junto a su novia, por momentos complicados, sin trabajo, sin subsidio, sin un horizonte nítido al que aferrarse. Hasta esa misma mañana, en que la fortuna había tocado en su hombro y el sorteo del ingreso mínimo vital parecía congeniarse con los papeles que portaba bajo el brazo. Salía del centro de servicios sociales de la calle Toledo, en Madrid, aún sin comer, trasmitiendo la buena nueva a Marina, por teléfono, cuando se encontró con su postrero destino.

David Santos era un padre de familia normal, con las preocupaciones de cualquier padre normal, con las normales vicisitudes de un trabajador en la era de la pandemia y la incertidumbre, cuya fe en Dios le había llevado a ayudar con el arreglo de la caldera de los curas de su parroquia, en el centro de la capital. Es posible que, mientras buscaba la solución, le contara al padre Rubén la última trastada de alguno de sus cuatro hijos; como digo, es posible que rieran ambos ante la infantil ocurrencia y que, el sacerdote, le recetara confianza y oración para encauzar al pequeño travieso. Es posible, al fin, que, ninguno de los dos, fueran conscientes de que el divino designio les estaba esperando.

Destino, providencia, casualidad, mala suerte… Da igual cómo llamemos a lo que ocurrió aquel miércoles a las tres de la tarde, mientras la vida se vertía por el vaso comunicante de la muerte. Una explosión de gas detuvo los pasos que avanzan y paró un reloj con demasiadas horas aún por recorrer. Mientras, la historia, la pequeña y personal historia, nos recordaba que estamos hechos de una fragilidad que no podemos controlar; una fragilidad rota en cuatro. Las cuatro vidas que, aquella tarde volátil, silenciaron sus sueños.

No sabemos cuándo nos encontraremos con nuestro sino, es una locura pensar en ese momento. Más bien, tenemos que hacer caso de Horacio, de Garcilaso (de cuyo Soneto XXIII tomo prestado el título de esta columna), de Góngora, de Whitman… y exprimir el néctar que nos ofrece cada segundo de nuestra existencia, disfrutando al  máximo cada momento que nos regala el presente, saltando los obstáculos que se nos presentan y abrazando la felicidad de estar vivos. Es casi un deber aprovechar la gran suerte de poder respirar, de disfrutar de una copa de vino o de una buena película; la gran suerte de conversar  con quienes nos importan y nos aportan, de crecer con el deporte y con la lectura diaria; la gran fortuna de poder decir o escribir todo aquello que tenemos dentro y de callar lo que solo pertenece a nuestros silencios; de agradecer nuestra felicidad ayudando a quien no la tiene, ofreciendo  nuestras virtudes para hacer de nuestro entorno, de nuestra sociedad, de nuestra pequeña y compartida historia… un frágil pero reforzado escenario en el que actuar. Hagámoslo por quienes ya no pueden.

¡Aprovechemos el momento! En pandemia y sin ella.