Que en todas las épocas ha habido transformaciones urbanas que han supuesto un shock o trauma social es una cosa sabida. Cualquier cambio en nuestro paisaje cotidiano produce cierto rechazo de mayor o menor intensidad. Porque lo que se origina es un impacto en el imaginario colectivo dado que los espacios están asociados a vivencias, a sensaciones, emociones y a la memoria. Cuando se altera ese mapa cognitivo de la realidad que constituye la ciudad en sí misma o su entorno producto de una antropización lenta y diacrónica, se contribuye en cierta manera a la pérdida de la memoria.
Hay procesos de transformación urbana que son acogidos con mejor fortuna por la necesidad de acondicionamiento a nuevas necesidades sociales, urbanísticas o culturales, pero siempre y cuando llevan detrás el consenso de la comunidad receptora y protagonista de la vida ciudadana.
El problema es cuando se ponen en marcha políticas del supuesto “embellecimiento” de la ciudad justificado con tecnocráticas visiones del falso progreso, apelando a la puesta al día de recursos sostenibles, rentabilidad energética, o cualquier otro argumento que los agentes urbanizadores cincelan en la piedra de la opinión mediática. Un proceso que en todo caso no está lo suficientemente contrastado con las diferentes sensibilidades e intereses que confluyen en el modelo de ciudad que queremos.
En Talavera estamos acostumbrados a experimentar a menudo casos de este tipo, donde los diseños de arquitectos y urbanistas no siempre son la mejor solución para los espacios urbanos, sobre todo porque no traslucen el pulso vital de la ciudad, del barrio, de la zona donde se ejecutan. Pero además, es más conflictivo cuando se hace en espacios con una gran carga histórica y de memoria colectiva. La actual “reforma” de los Jardines del Prado, declarado el único parque histórico de Castilla- La Mancha como tal, es un asunto que despierta muchas ampollas en la opinión pública. Podremos convenir que el Prado necesita de mejoras y aportes arbóreos para la potenciar la masa forestal y de esa manera garantizar la conservación de un área verde de primer nivel, junto con el patrimonio histórico y artístico que acoge su recinto. Pero sospecho que en este proyecto se han vuelto a cometer los mismos vicios o parecidos que antaño. Se prima el efectismo de diseño desechando el sentido común; se vuelve a generar todo un macroproyecto con el consiguiente gasto de dinero público, desestimando una acción más discreta, menos costosa y sobre todo, más respetuoso con el patrimonio verde heredado. Los fundamentos del análisis de las patologías de las especies que alberga el Prado no deben justificar la masiva sustitución y eliminación. En la jardinería tradicional se ha ido haciendo un programa de reforestación y nuevos plantíos paulatinos sin pretender convertir la obra del Prado en una fiesta barroca de trampantojos, luces y humos.
Como profesional del patrimonio heredado no me parece que sea la más acertada forma de crear conciencia ciudadana de respeto a nuestro legado. Las formas cuentan mucho en política, y aquí se han perdido. En aras de conseguir golpes de efectos a base de grandes obras públicas, que recuerdan a tiempos pasados y nefastos, desaprovechamos el potencial del consenso con los vecinos, y agentes culturales, sociales y urbanizadores y desestimamos las alternativas más ecológicas, económicas y más integradas en la memoria identitaria de Talavera. Espero realmente que esta reflexión sea motivo de error, y ojalá me equivoque, pero cuando acabe el ayuntamiento de ejecutar tan “brillante” proyecto en nuestro parque centenario mucho me temo que tendremos que lamentar de nuevo que los efluvios reformistas en pro del progreso no siempre son acertados y, mucho menos, aceptados por la colectividad. Veremos.
César Pacheco
Arqueólogo e historiador