CONFESIONES

¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste! (…) Confesiones. San Agustín.

Carlos Santos Moreno
Carlos Santos Moreno

¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste! (…) Confesiones. San Agustín.

España es un país de contrastes y esa es una de las cualidades que lo hace atractivo y hermoso. Tenemos tantas posibilidades de disfrute que quizá no abarquemos todas en toda una vida. Pero, es también un país de opuestos, en muchos casos, irreconciliables, y esto nos retorna a decimonónicas nostalgias: la peineta contra el botellón, el tendido siete con Farias contra camicaces flequillos de capote verde; la “rojigualda” contra la “tricolor”; los abnegados empresarios contra los desagradecidos obreros; el golpe de pecho de secretas culpas contra confesiones sinceras de normalidad.

Estas últimas son el motivo de mi columna. Hace poco, Pablo Alborán reveló al  mundo su homosexualidad. En el siglo en el que vivimos, puede parecer un hecho natural, el que una persona pueda amar o tener sexo con quien le dé la gana y poder contarlo; pero no lo es, por muchos mensajes de supuesta normalidad que han trascendido en las redes sociales. Si el cantante ha tardado tanto tiempo en decirlo abiertamente es porque no está tan naturalizado. No hay más que analizar a algunos de los que lo han manifestado, azules miradas de misa de doce y sobre conversador: si de verdad les parece tan razonable, deberían protestar ante los sermones homófobos, vengan de un ambón dominical o de un escaño del congreso, en vez de llenar el buche de los vociferantes vendehúmos. No olvidemos, que se siguen produciendo chanzas e insultos, e incluso no pocas agresiones físicas por doquier a costa del colectivo LGTBI.

Seremos un país libre en el que se normalice la igualdad de derechos, cuando no nos importe si nos toca a nosotros. Cuando a la sociedad no le importe que sus hijos sean homosexuales o bisexuales, que sus hijos se casen con miembros de otra raza, que su vecino sea musulmán o escandinavo, que su nuera sea antisistema o su hija monja… Cuando no nos afecte la libertad y los derechos de los demás, (aunque no los lleguemos a entender, porque no nos lo han transmitido ni en la tradición ni en la cultura), cuando veamos personas con derechos y deberes en vez de peones de la moral, entonces, nos parecerá normal.

Sí. Seremos libres. Pero, para eso, tenemos que empezar por limpiar nuestra mente de castigos divinos o doctrinas inventadas; tenemos que liberarnos de la superstición que acompaña a nuestra cultura desde la edad media, dejar de suponer que lo que yo pienso es mejor y más puro que lo que el de enfrente cree. Deberemos olvidar las confesiones, otra llaga heredada de rancio abolengo, por la que estamos condenados a declarar con arrepentimiento o a sufrir culpabilidad por cualquier cosa que se salga de la cuadrícula dogmática. Cuando, de verdad, seamos libres, la gente normalizará todos los estigmas que nos acomplejan y nadie necesitará abrir la ventana de su intimidad para airear una habitación cargada de infamias ajenas.

Por cierto, antes de despedirme hasta la próxima: no se relajen aún, no descuiden su cuello, parece que lobos disfrazados con pieles de cordero merodean al acecho de cándidas yugulares.